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Prólogo de Gilad Atzmon a La identidad errante


El interesante Prólogo de Gilad Atzmon a La identidad errante, en el que explica sus razones para romper con el sionismo imperante en Israel y del que publicamos un amplio extracto, se abre con la siguiente cita de Israel Shahak, escritor antisionista israelí:

Los nazis me hicieron tener miedo de ser judío, y los israelíes me hacen tener vergüenza de ser judío.

Mi abuelo fue un carismático, poético y veterano terrorista sionista. Un destacado ex comandante de la organización terrorista de derecha Irgún que, debo admitir, tuvo una enorme influencia sobre mí durante los primeros años de mi vida. Hacía gala de un odio implacable hacia cualquier cosa que no fuera judía. Odiaba a los alemanes y, en consecuencia, no permitió que mi padre se comprase un coche alemán. También despreciaba profundamente a los británicos por haber colonizado su «tierra prometida». Sin embargo, he de suponer que no los detestaba tanto como a los alemanes, ya que permitió que mi padre condujese un viejo Vauxhall Viva. Lo irritaban también los palestinos, por vivir en la tierra que, según él, les pertenecía a él y a su pueblo. Solía comentar: «Con tantos países como tienen estos árabes, ¿por qué tienen que vivir precisamente en el lugar que nos fue “otorgado” por nuestro Dios?». Sin embargo, por encima de todo, a quien mi abuelo odiaba más era a los judíos de izquierda. Aquí es importante mencionar que como los judíos de izquierda nunca han producido ningún modelo reconocido de automóvil, este odio específico no generó ningún conflicto de intereses entre él y mi padre. Como seguidor de Zeev Jabotinsky, líder del sionismo revisionista de derechas, mi abuelo había llegado, obviamente, a la conclusión de que la filosofía de izquierda, unida a cualquier forma de sistema de valores judío, era un contrasentido. Veterano terrorista y orgulloso halcón judío, sabía muy bien que el tribalismo nunca puede vivir en paz con el humanismo y el universalismo. Siguiendo a su mentor Jabotinsky, creía en la filosofía del «Muro de Hierro». Como él, mi abuelo respetaba al pueblo árabe y tenía una alta opinión de su cultura y su religión, pero creía que había que enfrentarse a ellos, a los árabes en general y a los palestinos en particular, abierta y fieramente. Citando el himno del movimiento político de Jabotinsky, solía repetir: Desde el abismo de la decadencia y del polvo con sangre y sudor surgirá ante nosotros una raza orgullosa, generosa y fiera. Mi abuelo creía en el renacimiento del orgullo de la «raza judía», así que yo también lo creí durante los primeros años de mi vida. Al igual que mis compañeros, no veía a los palestinos que me rodeaban. Indudablemente estaban ahí (arreglaban el coche de mi padre a mitad de precio, construían nuestras casas, limpiaban lo que ensuciábamos y acarreaban cajas en la tienda de alimentación local), pero siempre desaparecían justo antes de la puesta del sol y volvían a aparecer antes del amanecer. Nunca tratábamos con ellos. En realidad, no sabíamos quiénes eran ni lo que representaban. La supremacía había calado hondo en nuestras almas, mirábamos el mundo a través de lentes racistas y chovinistas. Y no sentíamos ninguna vergüenza por ello. A los diecisiete años me disponía a cumplir el servicio militar obligatorio. Como era un muchacho de buena constitución lleno de entusiasmo militante, debía incorporarme a una unidad especial de rescate de la fuerza aérea. Pero entonces ocurrió algo inesperado. En un programa de jazz a altas horas de la noche escuché a Bird (Charlie Parker), con los Strings. Me dejó alucinado. La música era lo más orgánico, poético, sentimental y salvaje que había oído hasta entonces. Mi padre solía escuchar a Bennie Goodman y Artie Shaw, los dos eran entretenidos (no hay duda de que sabían tocar el clarinete), pero Bird era algo completamente diferente. Había en él un intenso y libidinoso alarde de ingenio y energía. A la mañana siguiente falté a clase y fui corriendo a Piccadilly Records, la principal tienda de discos de Jerusalén. Encontré la sección de jazz y compré todas las grabaciones de bebop que tenían, lo que probablemente equivalía a dos discos. En el autobús de vuelta a casa me di cuenta de que en realidad Parker era negro. No me pilló completamente por sorpresa, pero fue una especie de revelación. En mi mundo, solo los judíos se asociaban con todo lo bueno. Bird fue el principio de un viaje. En aquella época, mis compañeros y yo estábamos convencidos de que los judíos eran verdaderamente el pueblo elegido. Mi generación creció con la mágica victoria de la Guerra de los Seis Días. Estábamos complemente seguros de nosotros mismos. Como éramos laicos, atribuíamos todos esos éxitos a nuestras cualidades omnipotentes. No creíamos en la intervención divina, creíamos en nosotros mismos. Creíamos que nuestro poder tenía su origen en nuestros cuerpos y almas hebreos resucitados. Los palestinos, por su parte, nos servían obedientemente, y en aquel momento no parecía que la situación fuera a cambiar nunca. No daban verdaderas muestras de resistencia colectiva. Los denominados «ataques terroristas» esporádicos hacían que nos sintiésemos justificados y nos llenaban de deseos de venganza. Pero en medio de esta orgía de omnipotencia y para mi gran sorpresa, de algún modo me di cuenta de que las personas que más me entusiasmaban, en realidad, eran un grupo de negros americanos, personas que no tenían nada que ver con el milagro sionista o con mi propia tribu chovinista y exclusivista. Dos días después compré mi primer saxofón. Es un instrumento muy fácil para empezar (pregunten a Bill Clinton), pero aprender a tocar como Bird o Cannonball Adderley parecía una misión imposible. Empecé a practicar día y noche, y cuanto más practicaba más me abrumaba el enorme logro de esta gran familia de músicos negros americanos a los que empezaba a conocer de cerca. En un mes ya conocía a Sonny Rollins, Joe Henderson, Hank Mobley, Thelonious Monk, Oscar Peterson y Duke Ellington, y cuanto más escuchaba más me daba cuenta de que, de algún modo, mi educación judeocéntrica era totalmente errónea. Al cabo de un mes de tener un saxofón metido en la boca, mi entusiasmo de combatiente militar había desaparecido por completo. En vez de pilotar helicópteros detrás de las líneas enemigas, empecé a soñar con vivir en Nueva York, Londres o París. Todo lo que quería era una oportunidad de escuchar en directo a los grandes del jazz y, a finales de la década de los setenta, muchos de ellos todavía andaban por allí. Hoy en día los jóvenes que quieren tocar jazz pueden optar por matricularse en una escuela de música. Cuando yo estaba empezando era muy diferente. Quienes querían tocar música clásica podían acudir al conservatorio, pero quienes querían tocar solo por amor a la música tenían que quedarse en casa repitiendo una y otra vez lo mismo. En aquella época no había cultura de jazz en Israel, y la ciudad en la que nací, Jerusalén, solo tenía un club diminuto, alojado en un viejo y pintoresco baño turco. Todos los viernes por la tarde celebraban una jam session y, durante mis dos primeros años en el jazz, esas sesiones fueron la esencia de mi vida. Dejé todo lo demás. Lo único que hacía era practicar día y noche, incluso dormido, y prepararme para la siguiente «Friday Jam». Escuchaba música y transcribía algunos grandes solos. Practicaba en sueños, imaginando los cambios de acordes y volando por encima de ellos. Decidí dedicar mi vida al jazz, aceptando el hecho de que como blanco israelí mis posibilidades de alcanzar la cumbre eran más bien escasas. Todavía no me daba cuenta de que mi incipiente devoción por el jazz había ahogado mis tendencias nacionalistas judías; fue probablemente allí y entonces cuando dejé atrás la Elegibilidad para convertirme en un ser humano corriente. Y solo años más tarde llegué realmente a comprender que el jazz había sido mi vía de escape. En pocos meses, sin embargo, me fui sintiendo más y más ajeno a la realidad que me rodeaba. Me veía como parte de una familia mejor y más grande, una familia de amantes de la música, personas admirables que se interesaban por la belleza y el espíritu y no por la tierra, el dinero y la ocupación. Con todo, aún tenía que presentarme al servicio militar. Las generaciones posteriores de jóvenes músicos de jazz israelíes simplemente escaparon del ejército huyendo a Nueva York, la Meca del jazz, pero para mí, un chico joven de Jerusalén con orígenes sionistas, aquello no era una opción. Nunca se me ocurrió esa posibilidad. En julio de 1981 me uní a las IDF, pero desde mi primer día en el ejército hice todo lo posible para evitar la llamada del deber, no porque fuera pacifista ni porque me preocuparan mucho los palestinos, sino, sencillamente, porque prefería quedarme a solas con mi saxofón. En junio de 1982, cuando estalló la primera guerra entre Israel y el Líbano, llevaba un año de soldado. No hacía falta ser un genio para darse cuenta de la verdad. Sabía que nuestros dirigentes mentían; de hecho, todos los soldados israelíes sabían que aquella era una guerra de agresión por parte de Israel. Yo, personalmente, ya no me sentía en absoluto vinculado a la causa sionista, a Israel o al pueblo judío. Ya no me atraía sacrificarme en el altar judío. Pero lo que me impulsaba no era todavía la política o la ética, sino mis deseos de estar a solas con mi nuevo saxofón Selmer Paris Mark IV. Hacer escalas a la velocidad de la luz me parecía mucho más importante que matar árabes en nombre del sufrimiento judío. Así, en vez de convertirme en un asesino cualificado, empleé todas mis energías en entrar en una de las bandas militares. Me llevó varios meses, pero finalmente aterricé sano y salvo en la Orquesta de la Fuerza Aérea Israelí (IAFO, por sus siglas en inglés). La IAFO se constituía de una forma muy particular. Uno podía ser aceptado por ser un excelente músico o un prometedor talento, o por ser hijo de un piloto fallecido. El hecho de que me aceptaran sabiendo que mi padre todavía estaba entre los vivos reforzó mi confianza: por primera vez consideré la posibilidad de que podía tener talento musical. Para mi gran sorpresa, ninguno de los miembros de la orquesta se tomaba el ejército en serio. Lo único que a todos nos preocupaba era nuestra formación musical personal. Odiábamos el ejército, y en poco tiempo empecé también a odiar al propio Estado que necesitaba una fuerza aérea que necesitaba una banda que me impedía practicar las veinticuatro horas del día, todos los días de la semana. Cuando nos llamaban para tocar en un acontecimiento militar, tratábamos de hacerlo lo peor posible, solo para asegurarnos de que no nos iban a volver a invitar. A veces incluso nos juntábamos por la tarde únicamente para practicar el tocar mal. Nos dimos cuenta de que cuanto peor tocáramos como colectivo, más libertad personal tendríamos. En la orquesta militar aprendí por primera vez cómo ser subversivo, cómo sabotear el sistema para luchar por alcanzar un ideal personal. En el verano de 1984, justo tres semanas antes de librarme del uniforme militar, nos enviaron al Líbano para una gira de conciertos. En aquel momento era un lugar muy peligroso. El ejército israelí estaba completamente enterrado en búnkers y trincheras, para evitar cualquier enfrentamiento con la población local. El segundo día salimos hacia Ansar, un conocido campo de internamiento en el sur de Líbano. Esa experiencia iba a cambiar completamente mi vida. Al final de un sucio y polvoriento camino en un día de calor espantoso, a primeros de julio, llegamos al infierno en la tierra. El inmenso centro de detención estaba rodeado por una alambrada. Mientras nos dirigíamos en coche hacia la comandancia del campo vimos a miles de presos al aire libre abrasados por el sol. Por difícil que resulte de creer, las bandas militares siempre reciben tratamiento de vips en sus desplazamientos, de modo que, en cuanto llegamos a las barracas de los oficiales, nos llevaron a hacer una visita guiada del campo. Caminamos a lo largo de la interminable alambrada y de las torres de vigilancia. No podía creer lo que veían mis ojos. «¿Quién es esta gente?», pregunté al oficial. «Palestinos», dijo. «A la izquierda están los de la OLP (Organización para la Liberación de Palestina), y a la derecha los chicos de Ahmed Jibril (Frente Popular para la Liberación de Palestina – Comando General), esos son mucho más peligrosos, así que los mantenemos aislados». Observé a los presos. Parecían muy diferentes a los palestinos de Jerusalén. Los que vi en Ansar estaban enojados. No estaban derrotados, eran luchadores por la libertad y eran muchos. Mientras continuábamos avanzando por la alambrada seguí mirando a los presos y llegué a una verdad insoportable: yo estaba caminando por el otro lado, vestido con un uniforme israelí. El lugar era un campo de concentración. Los presos eran los «judíos», y yo no era más que un «nazi». Me costaría años admitir que incluso la oposición binaria judío/nazi era en sí misma consecuencia de mi adoctrinamiento judeocéntrico. Mientras cavilaba sobre la resonancia de mi uniforme, tratando de lidiar con la enorme sensación de vergüenza que iba creciendo en mí, llegamos a una enorme explanada en el centro del campo. El oficial que hacía de guía para nosotros nos regaló unos cuantos tópicos más acerca de la guerra que se estaba librando para defender nuestro paraíso judío. Mientras nos aburría mortalmente con sus irrelevantes mentiras hasbara (propaganda) me di cuenta de que estábamos rodeados de dos docenas de bloques de cemento de aproximadamente un metro cuadrado de superficie por 1,3 metros de altura cada uno, con una pequeña puerta de metal como entrada. Me horrorizó la idea de que mi ejército pudiera encerrar por la noche a los perros guardianes en esas cajas. Poniendo en práctica mi desfachatez israelí, me encaré con el oficial acerca de aquellos horribles cubos de cemento para perros. Rápidamente me respondió: «Son nuestros bloques de aislamiento; ¡al cabo de dos días en uno de esos, te vuelves un sionista devoto!». Aquello fue suficiente para mí. Me di cuenta de que se había terminado mi romance con el Estado israelí y con el sionismo. Aunque en realidad todavía sabía muy poco de Palestina, de la Nakba o incluso del judaísmo y de la judeidad. Lo único que vi entonces fue que, por lo que a mí respectaba, Israel era un mal asunto, y no quería tener nada más que ver con él. Dos semanas después devolví mi uniforme, agarré mi saxo alto, tomé el autobús al aeropuerto Ben-Gurion y me fui a Europa por unos meses a tocar en las calles. A los veintiún años era libre por primera vez. A pesar de todo, diciembre me resultó demasiado frío y volví a casa, aunque con la clara intención de volver a Europa. En cierto modo ya anhelaba convertirme en un goy o, al menos, estar rodeado de goyim*.
[ * Goy, plural goyim, es un término hebreo que significa literalmente «nación» En referencia a los miembros de otras naciones, se utiliza como sinónimo de «no judío» (N.T.)]

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